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PARE DE SUFRIR!

Hasta mediados del siglo XIX, la medicina ejercía tratamientos de una crueldad que lindaba con el espanto. Fue recién entonces que gracias a la odontología la anestesia abrió una era de intervenciones sin dolor y múltiples posibilidades quirúrgicas.


Nadie recuerda una época anterior a la anestesia: sin embargo la victoria sobre el dolor es relativamente reciente y se remonta solamente a mediados del siglo XIX. Fue un regalo que la odontología le hizo a la humanidad y configuró uno de los pasos más grandes que dio la medicina, comparable al descubrimiento de la infección microbiana, los antibióticos o la posibilidad de los trasplantes.


En realidad, el tema de la anestesia es sorprendente: es difícil no preguntarse por qué no se descubrió antes. Si bien es verdad que fue el adelanto de la química lo que permitió experimentar con diversidad de drogas como el óxido nitroso, el éter o el cloroformo, hay muchas otras sustancias conocidas desde hace mucho tiempo que consiguen efectos anestésicos fuertes.


Pero todo tiene su historia. Ya un célebre farmacólogo del siglo I, Dioscórides de Anazarba, recomendaba el uso del vino mezclado con drogas narcóticas como el opio o la mandrágora, mientras que los cirujanos romanos conocían también de los efectos de la compresión de los vasos del cuello para producir un estado de inconsciencia. En la Edad Media, en la famosa escuela de Salerno, se aconsejaba lo que ellos llamaban “esponja soporífera”, que se empapaba con una cocción de hierbas, mientras que el gran cirujano del renacimiento Ambroise Paré usaba a veces la peligrosa técnica de la compresión de la carótida. Pero es sorprendente que no se haya armado un cuerpo de doctrina o un protocolo para aliviar el dolor a que sometía a los pacientes la cruel medicina de la época (que incluía sangrías, amputaciones, hierros candentes, aceite hirviendo y toda una parafernalia que ahora nos haría temblar de miedo y espanto).


¿Cómo se toleraba tanto? Quizás la postura cultural ante el dolor físico fue, a lo largo de los siglos que nos precedieron, muy diferente de la que tenemos ahora: se consideraba al sufrimiento como una maldición inevitable, consustancial con la condición humana, y la capacidad de soportarlo era un valor positivo. Tan tarde como en 1839, el cirujano francés Alfred Velpeau escribía “Suprimir el dolor en las operaciones quirúrgicas es una quimera”.


Sin embargo, cuatro décadas antes, en 1709, el químico Humpry Davy descubrió, experimentando sobre sí mismo, la acción narcótica del oxido nitroso (el gas de la risa), y escribió en 1800 que “probablemente podría usarse ventajosamente en las operaciones quirúrgicas”. Poco después, Michael Faraday había señalado el efecto anestésico del éter, pero curiosamente ningún médico o cirujano les prestó atención.


Y así fue que el dentista norteamericano Horace Wells (1815-1848) advirtió los grandes servicios que el oxido nitroso podría prestar y comenzó a hacer extracciones dentarias con el “gas de la risa” en 1844. Pero el fracaso de una demostración pública lo hizo apartarse de la profesión y más tarde lo llevó al suicidio.


Mientras tanto, su amigo y colaborador, el también dentista William Morton (1819-1868), continuaba buscando un gas con efecto narcotizante y finalmente, guiado por el químico Charles Thomas Jackson (1805-1880), opto por el éter sulfúrico. Después de haber efectuado extracciones indoloras en sí mismo y en uno de sus pacientes, propuso al cirujano John Collins Warren realizar una demostración pública utilizando el anestésico en una operación quirúrgica.


La demostración se llevo a cabo en el hospital general de Massachusetts. En cinco minutos, Warren extirpó un tumor del cuello de un paciente anestesiado por Morton. “Caballeros –dijo el enfermo al despertar– esto no es charlatanería”.


La anestesia había llegado para quedarse.


Mientras Jackson y Morton iniciaban una feroz y sórdida lucha por la patente, la noticia llego a Europa, donde los cirujanos empezaron a aplicar la anestesia con éter. Al año siguiente, el medico ingles James Young Simpson reemplazo el éter por el cloroformo, cuya acción ya había sido comprobada en animales. Entonces se inició una competencia entre los dos anestésicos, que fue resuelta por una comisión de la Royal Medico-Chirurgical Society, muy salomónicamente, recomendando que se usara una mezcla de ambos.


La anestesia significó un paso gigantesco para la cirugía (y la medicina) al permitir intervenciones que antes eran por completo imposibles. Pero también implicó una revolución cultural frente a la consideración del carácter casi inevitable en la relación entre la medicina y el dolor.




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