QUIERA EL PUEBLO VOTAR
“He dicho a mi país todo mi pensamiento, mis convicciones y mis esperanzas. Quiera mi país escuchar la palabra y el consejo de su primer mandatario, quiera el pueblo votar”
Roque Sáenz Peña
La democracia en los tiempos del fraude era un chiste y la política se hacía a punto de cuchillo. Sus arquitectos eran los caudillos conservadores aclamados por su clientela al grito de “¡Que viva el doctor!”.
Votaban unos pocos y aunque el voto se proclamaba universal, en ese universo sólo cabían hombres.
Pero la fisonomía del país se transformaba vertiginosamente y aparecían en escena nuevos actores –migrantes internos y extranjeros– acuciados por necesidades y sin lugar en la política. Los partidos modernos lo advirtieron y decidieron incluirlos. Radicales y socialistas supieron levantar algunas banderas de los marginados, además de exigir la libertad electoral y el fin del fraude.
Una nueva ley de elecciones fue la promesa de contener a esa ciudadanía en potencia, de abrir la puerta a los derechos políticos de las mayorías, de representar a las minorías.
El presidente Roque Sáenz Peña elevó al Congreso el proyecto de reforma electoral que, con su sanción el 10 de Febrero de 1912, se convirtió en la Ley Nº 8.871, de sufragio universal, secreto y obligatorio. “Quiera el pueblo votar”, exhortó Sáenz Peña, y la gente entró entusiasmada al cuarto oscuro. Tal vez jamás imaginó que la ley que había impulsado los desalojaría del poder. Un padrón de votantes por triplicado exigía el cambio. Con el contundente triunfo de Hipólito Yrigoyen en 1916, las masas entraron en escena.
Pero todavía quedaban excluidos en la vida política. Las mujeres pulsaban silenciosa y sostenidamente por una ciudadanía plena. Recién en 1947, bajo el gobierno peronista, se anudaba otra conquista cívica con la Ley Nº 13.010 de Voto Femenino. Las chicas duplicaron el padrón electoral e hicieron verdaderamente universal el voto.
Es cierto, hemos recorrido un largo camino…