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DULCEMENTE COMPROMETIDO

El último libro de Julio Cortazár se asemeja a un manual de instrucciones para enamorarse de una revolución sin perder la mirada crítica.

En 1976, cuando el sandinismo recién comenzaba a conspirar contra el régimen de Anastasio Somoza, el escritor argentino Julio Cortazár viajo a Costa Rica y desde allí, acompañado por sus amigos Sergio Ramírez y Ernesto Cardenal, se introdujeron en forma clandestina en Nicaragua. Esa incursión le permitió al autor de Rayuela tomar contacto con la oprobiosa realidad de ese país y, también, con la esperanza de poner fin a la dictadura militar que progresivamente iban construyendo los adversarios del régimen. Meses después del triunfo del sandinismo y fuertemente entusiasmado por ese proceso revolucionario –tal como le había ocurrido en su momento con la Revolución Cubana– Cortazár realizaría varios viajes a Nicaragua. Allí no solo viviría experiencias privadas que le habrían de marcar la vida de sus últimos años –como por ejemplo el de recibir junto a su esposa Carol Dunlop la noticia de que esta estaba enferma de cáncer– sino también y fundamentalmente aquellas que comenzaban a marcar el sendero de la nueva etapa que se abría en el país centroamericano: los últimos intentos contrarrevolucionarios, el nivel de militarización que habían alcanzado la niñez y la juventud, las primeras decisiones en materia de reconstrucción del país, la eliminación de la pena de muerte aun para personeros del régimen que habían cometido delitos de lesa humanidad y el inicio de una vasta y profunda campaña para desterrar el analfabetismo reinante por décadas. Como no podía ser de otra manera en alguien para quien la escritura lo era casi todo, Cortazár volcó sus impresiones en un libro publicado pocos meses antes de su muerte, en 1984, bajo el título Nicaragua tan violentamente dulce.



De entrada, resulta innegable el entusiasmo que le suscita a Cortazár lo que llama “Nicaragua la nueva”. Para el gran escritor, esa “Nueva Nicaragua”, es la que, desde el comienzo, focalizó como preocupación principal la de los niños, a partir de lo cual ejemplifica su entusiasmo: “Un símbolo apenas: cuando entre en el aula de la Universidad (de la UCA) para participar en una mesa redonda con asistencia de escritores y estudiantes, lo primero que vi fueron pizarras con listas de voluntarios para la campaña de alfabetización que comenzará en marzo de 1980. Reunidos con profesores, los estudiantes discutían los planes, los contingentes, la distribución de esfuerzos. Un censo lo más completo posible, dadas las circunstancias, revela el estado de total abandono cultural en el que se encontraban los niños y los jóvenes bajo el somocismo; ahora cada vez que asistí a una concentración popular en la que se aludía a la alfabetización, vi claramente el apoyo que esta campaña tendrá en todas partes”. Y preocupado por el verdadero lugar que una niñez debe ocupar en un país normal afirma: “Los miembros de la Junta tienen clara conciencia del problema que representa la readaptación de muchos niños y jóvenes a su condición natural de menores de edad y de estudiantes; basta asomarse a la calle y ver las caras lampiñas de muchachitos uniformados y armados que cumplen sus tareas de milicianos con la evidente conciencia de ejercer un derecho bien ganado”.



Entre los diferentes textos que componen este verdadero caleidoscopio de impresiones cortazarianas sobre el proceso revolucionario nicaragüense, se incluyen dos textos de carácter más formales aunque no por ello menos reveladores del entusiasmo del autor con el proceso sandinista. Se trata de una ponencia para un seminario de sobre política cultural y liberación democrática en América Latina y el discurso de recepción de la Orden Rubén Darío que recibió de manos de la Junta. En el primero de esos textos leído en España en septiembre de 1982 el autor de Bestiario aborda el quehacer del escritor en América Latina y, en particular, la respuesta a este interrogante que el propio escritor se formula: “¿Qué hacer además de lo que hacemos, cómo incrementar nuestra participación en el terreno geopolítico desde nuestro particular sector de trabajadores intelectuales, cómo inventar y aplicar nuevas modalidades de contacto que disminuyan cada vez más el hiato que separa al escritor de aquellos que todavía no pueden ser sus lectores?”. Y Cortazár es muy claro en sus posiciones: “Cuando se me pide que hable de nuestro quehacer en este plano, digo simplemente que hay que superar la vieja noción de lo cultural como un bien inmueble e intentar lo imposible para que se convierta en un bien mueble, en un elemento de la vida colectiva que se ofrezca, se dé y se tome, se trueque y se modifique, tal como lo hacemos con los bienes de consumo, con el pan y las bicicletas, y los zapatos”.



Pero aun el firme, decidido y desbordante entusiasmo que Cortazár manifiesta por el proceso revolucionario nicaragüense y aun de toda aquella posibilidad de llevar los procesos transformadores y liberadores a toda América Latina, el gran escritor no deja de lado al gran crítico. O más precisamente, con la lucidez que lo ha caracterizado, retiene para sí la indispensable impronta critica que todo hombre de ideas debe mantener y cultivar. Aludiendo a la figura del idiota en la obra homónima de Dostoievski, Cortazár reivindica el valor de quien “dice lo que cree que hay que decir” y no “aquello que dicen que hay que decir”. Muchas de sus observaciones en este sentido se refieren tanto al caso de Nicaragua como al de Cuba y sus juicios son expresión a la vez de una incomparable honestidad intelectual y de un rechazo de todo fundamentalismo acrítico. Advirtiendo que sus críticas al interior de los procesos revolucionarios las hacia “por esos procesos y no contra ellos”, subraya el “esquema ilusorio que rápidamente deriva al sectarismo y al empobrecimiento de la entidad humana: el de querer crear un tipo de revolucionario permanente, considerado a priori como bueno, abnegado, etcétera”. Y a continuación es muy preciso diciendo a qué se refiere concretamente: “Como bien lo supieron en Cuba, toda idealización entraña la negación de todas las ambivalencias libidinales, de las pulsiones irracionales; en última instancia se traduce en cosas tales como la condena del temperamento homosexual, del individualismo intelectual cuando se expresa en actitudes críticas o en actividades aparentemente desvinculadas del esfuerzo revolucionario, y puede abarcar en su repulsa al sentimiento religioso considerado como un resabio reaccionario”. Con el famoso “caso Padilla” como telón de fondo de estas reflexiones, su crítica apuntaba a cuestionar “las medidas coercitivas que humillaban en vez de transformar (…) sin conseguir otra cosa que un estado de temor permanente, un pregusto de todo lo que en última instancia desemboca en terror de 1984 (en alusión a la novela de George Orwell).


Sin lugar a dudas, estas páginas –tan alejadas aparentemente de aquellos cuentos y novelas que modelaron de una vez y para siempre una impronta puramente cortazariana en el mundo de la ficción– son todavía hoy, como aquellas, un buen ejemplo para que mediante su lectura en los días que corren, los creadores, los intelectuales y los hombres de ideas que se reconocen en la lucha por la libertad, por la igualdad y por la liberación de los pueblos de toda opresión, no abandonen uno de los componentes que, precisamente, son consustanciales a aquella impronta: la de la libertad de conciencia y la de la lucha contra todo dogma.


A más de cien años de su nacimiento, y a casi cuarenta del proceso sandinista, releer a Cortazár sigue siendo como leer instrucciones para salir de cualquier “casa tomada”.






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