TE REGALO EL CIELO
Si una de estas noches usted mira el cielo y descubre un asteroide, le puede poner el nombre que más le guste y así quedará para la posteridad. Así es como en el cielo conviven Evita, Asterix, Pavarotti, Leloir y Martinfierro.
Pasan los años, pasan las caras, pasan los héroes, los políticos, los deportistas, los científicos y los artistas, pero los nombres quedan. Antes, en las calles, museos, bulevares, edificios e institutos. Ahora también en asteroides. Desde hace un par de años, varios astrónomos argentinos se encargan, en un acto que oscila entre la justicia histórica y el capricho bautismal, de designar a cuanto pedazo de roca deambula por el Sistema Solar. Así, y en pleno plan de reemplazar las clasificaciones frias y técnicas con las que la astronomía suele ordenar la fauna celeste, se pueden encontrar sin mucha sorpresa asteroides llamados Sarmiento o San Martín. En otras palabras, el cielo con un toque argentino.
Menos famosos que las galaxias, las estrellas, los planetas e incluso que los agujeros negros, se conoce a los asteroides como la basura del vecindario solar. Con millones de años en sus espaldas, estos guijarros espaciales –fríos, deformes y de tamaños distintos pero relativamente pequeños– son los vagabundos del cielo. Desde que la noche del 1 de Enero de 1801 el astrónomo siciliano Giuseppe Piazzi creyó haber detectado en el cielo un nuevo cometa –en realidad se trataba de Ceres, ahora considerado un “planeta enano”, como Plutón– se han descubierto más de siete mil de estos “cuerpos menores del Sistema Solar”, como los denomina desde 2006 la Unión Astronómica Internacional, metiéndolos en la misma bolsa que a los cometas y los objetos ubicados más allá de Neptuno. De esos siete mil, hay veintiséis asteroides de más de doscientos kilómetros de diámetro, y se presume que hay algo así como dos millones de asteroides con un diámetro mayor a un kilometro tan sólo en el Cinturón Principal de asteroides.
De todas las formas posibles (con cráteres y cicatrices de un pasado violento), estos objetos de roca y metal no tienen un andar del todo libre: un grupo deambula alrededor del Sol entre las órbitas de Marte y Júpiter, formando un enorme anillo conocido como el Cinturón de asteroides. Hasta no hace mucho se pensaba que podrían haber sido los restos de un planeta, pero en la actualidad pocos científicos se animan a repetir esta teoría en voz alta. Otro conjunto de se mueve por detrás de Júpiter (los asteroides Troyanos), mientras que los asteroides Centauros se encuentran en la parte exterior del Sistema Solar. Y quedan los que se acercan peligrosamente a la Tierra (Near Earth Asteroids) que cada dos por tres encienden las alarmas mediáticas del apocalipsis.
El procedimiento de denominación de un asteroide es bastante burocrático: no bien se lo descubre, el Centro de Planetas Menores de la Unión Astronómica Internacional (IAU, en ingles) le asigna una etiqueta. Hay que dejar en claro el año del hallazgo y en qué quincena se realizó, lo cual se indica con una letra (por ejemplo, la primera quincena de enero se conoce como “A”, la segunda de julio “O”). Sin embargo, y siguiendo aquella sentencia nominalista que afirma que algo no existe hasta que se le asigna un nombre, hay una etapa más, la definitiva: una vez que se los estudió hasta el hartazgo y se conoce con suma precisión su órbita y localización, el centro astronómico responsable del descubrimiento eleva un nombre al comité de la IAU, que lo rechaza o le da luz verde.
En las primeras décadas del siglo XIX se continuó con la regla de bautizar objetos celestes con nombres mitológicos y se eligieron divinidades menores como Ceres, Palas, Juno, y Vesta hasta que se acabaron. Se descubrían tantos asteroides que se tuvo que recurrir a la mitología romana, a la egipcia, la germánica y después a la historia (como el asteroide Liberatrix) en honor de Juana de Arco), a la literatura (como Poe, Dostoievski, Shakespeare, Asimov, Clarke, Heinlein o Dulcinea, en honor a la amada de Don Quijote, que también tiene el suyo, Cervantes), a la filosofía y a la geografía. Entrado el siglo XX se hizo lugar a nombres de la cultura popular como Jodie Foster, Mr. Spock, Asterix, Obelix, Heidi, Pavarotti, Bee Gees, Rolling Stones.
La Argentina no se quedó afuera y aportó también sus nombres. Al fin y al cabo, el observatorio Félix Aguilar, conocido hasta 1990 como El Leoncito y ubicado en la provincia de San Juan, esta acostumbrado a hallar todo tipo de objetos en el cielo. Desde el 12 de septiembre de 1986, el mayor ojo argentino que rastrilla la bóveda celeste –con un récord de 270 noches despejadas al año– tiene un historial de decenas de asteroides descubiertos. El 2550 se llama Houssay; el 2745, San Martín; el 2808, Belgrano; Martinfierro es el asteroide 19080; 1917 es Cuyo; 2504, Gaviola; 2545, Leloir; el 5077 se llama Favaloro, y el 9479 es Madreplazamayo.
El observatorio de La Plata también hace lo suyo. Allí trabajo el astrónomo Miguel Itzigsohn que entre 1948 y 1954 descubrió 15 asteroides. El 03 de Agosto de 1948 creyó haber dado con un nuevo planeta al que –a tono con la época– denominó Evita. Luego, la IAU lo corrigió y aclaró que era sólo un asteroide. Derrocado Perón, sus adversarios intentaron de mil maneras barrer tal designación. Sin embargo, sucumbieron: junto con Descamisada (1588), Fanática (1589), Abanderada (1581), y Mártir (1582), al asteroide 1569 hasta el día de hoy se lo evoca internacionalmente con el nombre de quien fue la primera dama argentina.