La película del Dr. Fernet
Uno de los más famosos brebajes digestivos, el fernet, nació en Milán y no tardo en llegar a la Argentina, a Córdoba que, curiosamente, se convirtió en el mayor consumidor mundial de la bebida. Su misterioso creador, un tal doctor Fernet, lo inventó por encargo de un boticario apellidado Branca.
Si la historia del fernet fuera una película, bien podría empezar un día como hoy en un baile cordobés. Una cámara en picada toma el movimiento irregular de los asistentes. Movimientos de cadera, pélvicos, de hombros. Sólo un distrito del cuerpo se mantiene ajeno a la descontrolada gimnasia bacanal: el brazo que sostiene el copón de fernet.
Un movimiento poco calculado, un accidente y (¡Dios no lo permita!) el recipiente lleno que se estrella contra el suelo. La cámara se acerca a la mancha y la pantalla va oscureciéndose a medida de que el líquido derramado la abarca. La imagen funde a blanco y negro.
Ahora vemos una calle desolada, algo de viento y una iglesia tenebrosa. Es la iglesia Santo Tomás, en Milán. Relámpagos que iluminan sus recovecos arquitectónicos provienen de la ventana del sótano del boticario de al lado. Sin detenerse, la imagen atraviesa el vidrio –gracias, Favio–, y dentro de un cuarto lleno de calentadores y utensilios de vidrio, la cámara se topa con el rostro de alguien que prueba un sorbo de un líquido negro. Un científico acaba de extendérselo en un tubo de ensayo. El mismo que ahora espera impacientemente los primeros gestos de don Bernardino Branca. Unos segundos de tensión, el catador saborea, toma aire y… finalmente sonríe. Lo aprobó. La algarabía de quienes trabajaban en una fórmula para combatir la abulia luego de las comidas se parece a la de los cordobeses que abrieron esta película.
Menos de nueve años más tarde de esa noche de 1836, la producción va a industrializarse. Toda Italia desbordó la botica de don Branca y el boca a boca complicó la cola para conseguir un gotero de fernet.
Del hombre que había respirado aliviado ante la aprobación de la fórmula, casi nada se conocerá. Muy pocos saben que el nombre del brebaje lleva su apellido. Quizá en una versión francesa de este filme se cuente la travesía del doctor, científico loco y herborista, que en la botica de su socio italiano consiguió asentar casi 50 variedades de hierbas de manera armónica. En esta película sólo se lo conocerá como el Dr. Fernet. Pero quedara pendiente, para que la historia no la escriban siempre los que pagan.
De todos modos, hay que decir que si Branca no hubiera abusado del medicamento digestivo, quizá nunca hubiésemos conocido el fernet tal como lo conocemos hoy. Ni siquiera como lo conocíamos ayer, cuando sin los beneficios de la moda retro, era simplemente rechazado por la juventud como la bebida fea que tomaba el nonno cuando jugaba a las cartas en el club. La fiebre por esta bebida fue tan repentina como imponente en el país. Córdoba se convirtió en el mayor consumidor de la producción mundial de fernet, donde se consume una de cada tres botellas que se producen en el país. Pero el boom del gusto por esta bebida se extiende a todo el país.
En la Argentina se instaló una de las primeras y de las pocas fábricas, fuera de Italia, a principios del siglo pasado. Desde Milán se importaban las hierbas de la fórmula secreta, hasta que en 1941 empezó a fabricarse en el país, para alegría de quienes empinándose un trago recordaban su tierra. Puede decirse que en la película que estamos filmando, el fernet ocupa en la Argentina el lugar que en las películas de los Estados Unidos ocupa el whisky.
Ni los de calidad de premium (Martini e Rossi, Branca, Cinzano o Ramazzotti), ni los menos descansados como Capri, Lussera, Vittone, Porta, etcétera, son usados ya para domar los mareos del barco, ni para “potabilizar” el agua criolla. Ya casi no son utilizados como digestivos.
Esta película terminará con un milanés aprendiendo a bailar cuarteto, con el copón en la mano y sin volcar ni una gota. O podría tomar la posta un Subiela, que filmase al fantasma del Dr. Fernet que, con un gesto satisfecho, sobrevuela esas cabezas que digieren las penas con su invento.