LOS MUERTOS VIVIENTES
Operación Masacre, de Rodolfo Walsh, es una obra emblemática de la literatura argentina, y puede ser leída como novela policial y denuncia política al mismo tiempo.
“Hay un fusilado que vive”. Esta no es la frase iniciática de una novela del realismo mágico. Aunque podría bien haberlo sido. Se trata, sí, de un testimonio que habría de actuar como desencadenante de un texto emblemático de la narrativa policial latinoamericana y, a la vez, de denuncia de la violencia política de un período clave de la historia nacional. En efecto, Operación Masacre, de Rodolfo Walsh, fue el libro en el que habrían de confluir las investigaciones llevadas adelante por el periodista y escritor desaparecido y muerto en 1977, en torno a los fusilamientos perpetrados por la Revolución Libertadora contra un grupo de civiles y militares en junio de 1956. “Seis meses más tarde –escribe Walsh indicando ese hecho como el hito fundacional de aquella investigación–, una noche asfixiante de verano, frente a un vaso de cerveza, un hombre me dice: ‘Hay un fusilado que vive’”.
En los primeros días de 1956, cuando todavía no se había cumplido un año de la entronización de la Revolución Libertadora que puso fin a la experiencia peronista, un grupo de militares identificados con el régimen depuesto, encabezado por el general Juan José Valle, llevo adelante un movimiento contrarrevolucionario que fue sofocado muy rápidamente y de manera violenta por las autoridades militares. La noche del 9 de junio de 1956, un grupo de personas reunido para escuchar un match de boxeo en una casa de la localidad de Florida –la mayoría de las cuales nada tenía que ver con el acto de insubordinación y que hasta desconocía de su realización– fue objeto de un operativo de la policía de la provincia de Buenos Aires. Pocas horas después de ser detenidos y trasladados en un micro, serían fusilados en un basural de la localidad de José León Suarez. Este procedimiento –se dijo luego– fue cumplido bajo el imperio de ley marcial impuesta, sin embargo, pocas horas después de haberse producido tanto la sublevación como la detención del grupo de “sospechosos”. Lo cierto es que las investigaciones que llevaría adelante Walsh determinarían que no existía sólo un sobreviviente de la masacre, sino que, en realidad se trataba de siete; y a la búsqueda de dichos testimonios se abocó el periodista con el fin de dar a conocer la verdad de los hechos y denunciar la arbitrariedad de la represión del gobierno militar.
Los resultados de aquella profunda y sistemática pesquisa fueron publicados primero en el periódico Mayoría entre mayo y julio de 1957 y, bajo el titulo con el que hoy se la conoce –luego de revisiones y reediciones del autor en 1964 y 1969–, vio la luz en 1972. De allí en más, Operación Masacre habría de marcar un antes y un después en la trayectoria biográfica y profesional de Walsh, que habría de producir, luego, otros textos-denuncia de gran proyección, como ¿Quién mató a Rosendo? (1969) y Caso Satanowsky (1973).
“No sé qué es lo que consigue atraerme en esa historia difusa, lejana, erizada de improbabilidades. No sé por qué pido hablar con ese hombre, por qué estoy hablando con Juan Carlos Livraga. Pero después sé. Miro esa cara, el agujero en la mejilla, él agujero más grande en la garganta, la boca quebrada y los ojos opacos donde se ha quedado flotando una sombra de la muerte”, intenta explicar Walsh apenas constata la inapelable veracidad de aquella fuga. Lo cierto es que de la punta del ovillo de aquella historia aparentemente inverosímil, el escritor comienza a destejar, a lo largo los tantos episodios que teñiría de violencia el devenir de la Argentina.
La historia, pero también la “historia detrás de la historia”, podrían ser capítulos extractados de una ficción policial; de hecho faltaban pocos años para la consagración de Truman Capote con A sangre fría. Pero ambas historias no eran otra cosa que la verdad misma. “Ahora –escribe Walsh en el prólogo de la tercera edición–, durante casi un año no pensaré en otra cosa, abandonaré mi casa y mi trabajo, me llamaré Francisco Freyre, tendré una cédula falsa con ese nombre, un amigo me prestará una casa en el Tigre, durante dos meses viviré en un helado rancho de Merlo, llevaré conmigo un revólver, y a cada momento las figuras del drama volverán obsesivamente: Livraga bañado en sangre caminando por aquel interminable callejón por donde salió de la muerte, y el toro que se salvó con él disparando por el campo entre las balas, y los que se salvaron sin que él supiera, y los que no se salvaron”.
Estructurada en tres partes que, al mismo tiempo, responden a la matriz común de la crónica periodística y del relato policial, en la primera de ellas, “Las personas”, Walsh expone el perfil de los protagonistas, sus vidas antes y en la noche misma de la tragedia. La segunda, “Los hechos”, es el relato pormenorizado y secuenciado de los acontecimientos tal como pudo reconstruirlos gracias al testimonio de los sobrevivientes. Finalmente, en “La evidencia”, el autor construye la impugnación de la versión oficial de los hechos y el recorrido jurídico de la causa que concluyó en un escandaloso fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación hecho público en 1957 y por medio del cual se declaró la competencia militar del caso. En la argumentación de Walsh se combinan, a lo largo de toda la obra y no sin una importante dosis de sarcasmo e ironía, la argumentación lógica típica del policial con la denuncia política: “A un individuo, Livraga, se lo detiene el día en que están en vigencia las leyes ordinarias. No se lo acusa formalmente de nada, pero todavía no hay delito en esa detención. Es cierto que le dan unos golpes: olvidémoslos. La persona que lo detiene es un funcionario civil, el jefe de la Policía de la provincia (…) Mientras está detenido, Livraga naturalmente no comete delito alguno. Ese día termina –como todos– a las doce de la noche. Al día siguiente (no importa que hayan pasado apenas 32 minutos, ya es el día siguiente, el 10 de junio), se promulga una ley, que es la ley marcial. Esa ley empieza a regir el 10 de junio. Livraga, preso desde el día antes, no la puede violar. Es como si la ley no existiera para Livraga, ni Livraga para esa ley; son esferas que no se tocan (…) Livraga está ubicado en el ámbito penal anterior a esa ley; no se lo puede juzgar y castigar sino de acuerdo con el código penal vigente en el momento de su detención, que prevé garantías, defensa, un juez natural, un proceso”. Terminada la argumentación, la denuncia, emerge el Walsh político: “No habrá ya malabarismos capaces de borrar la terrible evidencia de que el gobierno de la Revolución Libertadora aplicó retroactivamente, a hombres detenidos el 9 de junio, una ley marcial promulgada el 10 de junio. Y eso no es fusilamiento. Es un asesinato”.
Primero en su formato de crónica periodística y luego como libro, Operación Masacre pasó muy rápidamente a inscribirse como una de las obras capitales de las letras argentinas, y se instaló en una zona de ambigüedad en la que no resulta sencillo –y hoy ya inútil– todo intento de desentrañar cuánto tiene de relato policial y cuánto de testimonio histórico. En todo caso, comparte la ambigüedad que, con frecuencia, ha terminado caracterizando a muchos de los llamados “clásicos”. Y es justamente esa condición la que hace que Operación Masacre siga echando luz sobre diferentes aspectos de nuestra siempre violenta vida nacional.