FEOS, SUCIOS Y MALOS
La frenología la tenía clara: los blancos eran superiores, los lindos eran buenos y los orejudos delincuentes. La ciencia creada por el vienés Joseph Gall parecía tan seria que hasta la creyeron Sarmiento y Echeverría.
“Sus ojos negros, llenos de fuego y sombreados por pobladas cejas, causaban una sensación involuntaria de terror en aquellos sobre quienes, alguna vez, llegaban a fijarse (…) La estructura de su cabeza revelaba, sin embargo, bajo esta cubierta selvática, la organización privilegiada de los hombres nacidos para mandar”, arremetía Sarmiento para aludir a su enemigo número uno, Facundo Quiroga. La pasmosa naturalidad que impulsó afirmaciones como ésta –y que adorna el resto del Facundo o civilización y barbarie en las pampas argentinas, el clásico argentino donde se combinan magistralmente el análisis político y los enfoques etnográfico y sociológico– no resulta ajena al clima de época que durante la segunda mitad del siglo XIX imperó en la arena intelectual nacional y mundial: décadas de limites difusos y definiciones poco firmes en las que las ciencias “oficiales” y las “ocultas” se mezclaban a diario y con bastante tranquilidad como si fuera todo lo mismo.
La biología, la física y la química, por ejemplo, convivían a la par de tres “ismos” (espiritismo, mesmerismo e ilusionismo), considerados sólo por una porción pequeña de la opinión pública como charlatanería. De todo ese pelotón seudocientífico, sin embargo, la que más sobrevivió fue la frenología, que alimentó –y alimenta hasta el día de hoy– al siempre poco confiable sentido común y que sirvió como justificación para la promulgación de varias políticas discriminatorias. Definida como el “estudio del carácter en función de la forma del cráneo y de los rasgos físicos del rostro”, esta corriente bien materialista y un poco más determinista cosechó adeptos en ambas orillas del Atlántico, como ocurrió con Esteban Echeverría, que en pleno 1843 se declaró abiertamente frenologista, en una especie de coming out ideológico, tres años después de terminar de escribir su obra El matadero.
Originariamente concebida por el neuroanatomista vienés Franz Joseph Gall (1758-1828) en 1798, la frenología en realidad fue una reformulación de la fisiognomía, cuyas raíces se pueden rastrear hasta La Ilíada, en la que Homero describe al personaje de Tersites como un “hombre de cabeza puntiaguda, poco pelo, bizco y cojo, de hombros y tórax estrechos y hundidos”, para referirse a él como un ser “desvergonzado”, “insolente” y “lleno de malas pasiones”. Pitágoras, Sócrates y Aristóteles también la practicaban y su vigencia llegó hasta la Edad Media.
Lo que Gall le agregó a esta tradición fueron las mediciones físicas de cráneos con reglas y calibradores, la creación de índices y rangos acerca de los tamaños y las formas de la cabeza, y un registro de observaciones. El atractivo frenológico prendió de inmediato: No había que esperar que un individuo muriera para estudiar su cerebro; se lo podía hacer desde afuera y revelar así el destino escrito en la cabeza. La fiebre trepó a tal punto que su auge se puede comparar con el actual y persistente gusto por la astrología.
La obnubilación positivista por los números y cierta exactitud que sólo la ciencia podía garantizar cautivó a varios escritores argentinos que abrazaron estas ideas para entender la realidad de sus tiempos. “¿La moral será algún día una ciencia exacta? ¿Adónde iremos a parar, si la anatomía comparada, la fisiología, la frenología, la biología, en fin, llegan a hacer progresos tan extraordinarios, como la física o la química los hacen todos los días, tanto que ya no va habiendo en el mundo material nada recóndito para el hombre?”, se preguntó Lucio V. Mansilla en Una excursión a los indios ranqueles.
La frenología fue una voz de la cual aferrarse –tenía el sello del discurso científico– para llevar falsas suposiciones biológicas al campo social, buscando cierta confirmación de la “superioridad de los blancos” y la consecuente “inferioridad de los negros, indígenas e inmigrantes”. De ella se valieron varias generaciones de políticos para justificar el genocidio patagónico. Y ocurrió lo mismo con ciertos intelectuales de sectores oligárquicos –como José Ingenieros– que iniciado el siglo XX la reformularon para convertirla en otra ciencia, la antropología criminal, capaz de tildar a cualquier individuo de sospechoso por el solo hecho de ser narigón, petiso u orejudo.