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LA LECTURA Y LA VIDA

Leer implica mucho más que ejercer un hábito. Aunque se ponga el acento unas veces en el libro, otras en la lectura o en el lector siempre resulta un refugio para el alma.


Hay una niña de pie, una mujer sentada y un libro abierto sobre su falda. La estilizada llama de una vela –tapada en parte por la mano de la niña de pie frente a la mujer sentada– riega con su luz el libro y ambos rostros: el de la mujer, más sombrío, el de la niña, luminoso. La mujer sentada deja caer sus ojos sobre el libro que roza apenas su falda mientras lo sostiene, con ambas manos, apenas elevado, inclinado hacia la niña a modo de atril. Ambos, la niña y el libro, reciben la luz de la vela con la misma indescriptible intensidad. Entre la niña y el libro se produce un encuentro. El asombroso óleo del pintor renacentista George de La Tour –según Pascal Quignard, el maestro de las noches, el maestro de las miradas dirigidas hacia adentro, el maestro de los parpados cerrados– intensifica el silencio de la intimidad de esa cita que se resuelve y se sintetiza en el acto de leer. “Nuestras intimidades con un libro –anuncia George Steiner– son completamente dialécticas y recíprocas: leemos el libro, pero, quizá más profundamente, el libro nos lee a nosotros”.


Resulta insoslayable, en esta poderosísima imagen tan simbólicamente representativa del cuadro de La Tour, la presencia del rito sagrado de la lectura. Sagrado, porque hay, como decía Jean-Paul Sartre, algo de religiosidad en el encuentro verdadero entre el lector y el libro. Y porque en los libros, en el mismo acto de leer, puede uno alguna vez hallar un resplandor en lo incierto, un espacio fraterno en la incomodidad del mundo, una defensa, como quería Cesare Pavese, contra las ofensas de la vida. La literatura puede hacer mucho, como insistía el teórico rumano Tzvetan Todorov: “Puede tendernos la mano cuando estamos profundamente deprimidos, conducirnos hacia los seres humanos que nos rodean, hacernos entender mejor el mundo y ayudarnos a vivir. No es que sea ante todo técnica de curación del alma, pero en cualquier caso, como revelación del mundo, puede también de paso transformarnos a todos nosotros por dentro”.


George Bataille afirma que el mismo libro que deslumbra también interroga. Su coterráneo Paul Valéry se desafía a sí mismo como lector: “No capto nada en un libro que no se me resiste”. Lo que no ofrece vallas, sugiere el autor de El cementerio marino, reduce la posibilidad de ser un lector activo, creador, asociándose a una pasividad inocua, violentamente retrucada por Franz Kafka: el libro debe funcionar como un hacha que “quiebre el mar helado dentro de nosotros”. “¿Qué es un libro en sí mismo? –se preguntaba y respondía Jorge Luis Borges–. Un libro es un objeto físico en un mundo de objetos físicos. Es un conjunto de símbolos muertos. Y entonces llega el lector adecuado, y las palabras –o, mejor, la poesía que ocultan las palabras, pues las palabras solas son meros símbolos– surgen a la vida, y asistimos a una resurrección del mundo”. Lo que significa que el libro vive y vibra detrás de quien le da sus ojos. Con humildad genuina, Borges se consideraba un “sensible y agradecido lector” como si el libro descubierto cada vez bajo sus yemas le hubiese demorado eternamente cada uno de sus sueños o prodigado una evasión feliz. “La obra literaria provoca un temblor en el sentido –profundiza Todorov– pone en marcha nuestro dispositivo de interpretación simbólica, despierta nuestras capacidades de asociación y produce un movimiento cuyas ondas de choque se prolongan mucho tiempo después del contacto inicial”.


La literatura nació en forma oral, recuerda Román Gubern en Metamorfosis de la lectura. Y hoy, sólo una minoría de las culturas lingüísticas contemporáneas “posee un acervo literario escrito”. Se estima, según Gubern, que solo el tres por ciento de las lenguas existentes –estimadas hoy en alrededor de 6500– dispone en la actualidad de una literatura escrita. “Lo que significa que las literaturas orales han seguido proliferando, como formas de expresión vivas, tras el invento de la escritura, en sociedades en las que tradicionalmente los ancianos suelen gozar de una posición privilegiada pues son los mayores depositarios de la memoria colectiva”.

En su ya clásico Una historia de la lectura, Alberto Manguel matiza con su experiencia un vertiginoso recorrido erudito y niega, desde el vamos, que leer se trate de una acción automática; por el contrario, resulta de “un proceso de reconstrucción desconcertante, laberíntico, común a todos los lectores y al mismo tiempo personal”. Ricardo Piglia rastrea en El ultimo lector, su propia trayectoria lectora y centra la mirada no en la lectura, no en el libro, no en el escritor, sino en la compleja figura del lector: “Alguien que encuentra en una escena leída un modelo ético, un modelo de conducta, la forma pura de la experiencia”.

Existen en la historia de la lectura occidental, momentos de quiebre indiscutibles. A fines del siglo IV se leía en grupo y en voz alta: por un lado se compartía, por el otro se controlaba. Ambrosio, maestro de Agustín –ambos santos canonizados posteriormente– fue, quizá, el primer lector introspectivo y quien inauguró, de manera transgresora, el modo que se acostumbra hoy. “A Agustín, sin embargo, esa manera de leer le resultó lo bastante extraña como para anotarla en sus Confesiones –escribe Manguel–. Es decir que ese método, la lectura silenciosa, era en su época algo fuera de lo corriente, y que la lectura normal, ordinaria, se hacía en voz alta (…) Hubo que esperar al siglo X para que esa manera de leer llegara a ser habitual en Occidente”.


Once siglos después, el mundo es otro mundo y un libro se acomoda fácilmente en la cartera o se sostiene entre los dedos. Sentado o de pie, en un colectivo, en el tren, en un bar, en la cola de banco, en la cama antes de dormir. Tantos pequeños suburbios en medio de la ajetreada vida contemporánea. “El tiempo para leer es siempre tiempo robado –expresa Daniel Pennac en su ensayo Como una novelaLa lectura no depende de la organización del tiempo social, es, como el amor, una manera de ser. El problema no está en saber si tengo tiempo de leer o no (tiempo que nadie, además, me dará), sino en si me regalo o no la dicha de ser lector”.

Virginia Woolf, que elevaba al lector a una categoría superior, entrega, no sin ironica elegancia, un texto que demuestra que los libros concentran una luz propia e inextiguible –como al comienzo de este artículo en el cuadro de La Tour– y resultan una salvación para la vida, incluso hasta en la muerte: “¿Quién lee para llegar a un fin, por deseable que sea? ¿No hay algunos ejercicios que practicamos porque son buenos en sí mismos, y algunos placeres que encierran su propio fin? ¿No es este uno de ellos? A veces he soñado, al menos que cuando el Día del Juicio amanezca y los grandes conquistadores y abogados y hombres de Estado vayan a recibir sus recompensas –sus coronas, sus laureles, sus nombres grabados indeleblemente en mármol imperecedero–, el Todopoderoso se dirigirá a Pedro y dirá, no sin cierta envidia cuando nos vea venir con libros bajo nuestros brazos, ‘Mira, esos no necesitan ninguna recompensa. No tenemos nada que darles aquí. Les gustaba leer’”.



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