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LOS CANDIDATOS


Hay un antes y un después de la campaña.


En el antes, los candidatos se exhiben en las pasarelas mediáticas ostentando seducción. Como amantes insaciables flirtean con todos, quieren ser mirados y admirados, buscan la adhesión. Hombres y mujeres en la vidriera, así fue en todos los tiempos.


Por momentos los amamos: cuando discuten por justicia, cuando enfrentan dignamente el debate o cuando opinan sobre la actualidad urgente defendiendo valores que compartimos. Son una promesa, pura potencia.


Si se produce la chispa, si nos conquistan, llegan a parecernos cuasi prefectos: ese discurso impecable, esa voz segura, apasionada y ese rostro tan popular –trabajados hasta el cansancio por los asesores de imagen– no dejan dudas.


Los elegimos, les damos un voto de confianza, los respaldamos, los convertimos en nuestros representantes.

Después de la campaña, la potencia pasa a ser acto, política pública concreta, medidas y obras. Y en este punto, muchas veces, el nuevo gobernante contradice al candidato que fue y nuestra confianza tambalea.

El amor idílico entonces se torna real, como en las parejas. A veces continuamos juntos por inercia y porque más vale malo conocido… Otras, tomamos todo lo que habíamos depositado en él o ella, y nos vamos, lastimados, enfurecidos, decepcionados del amor.

Parece el fin, pero en otra campaña vuelve a repetirse el milagro de creer y compartir proyectos, de enamorarnos nuevamente.


Así, gira la rueda de la política. Y los candidatos suben y bajan. Nosotros los elegimos, les exigimos y, también, a veces, los impugnamos. Siguiéndolos de cerca, controlándolos, participando, sostenemos el juego democrático y le damos contenido.


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