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EL SOLDADO QUE AMABA LOS VERSOS

Mientras hacía la revolución, el Che atesoraba sus libros y soñaba secretamente con convertirse en escritor. Practicó el oficio con sus Diarios y, de no haber muerto prematuramente, quizá hubiera logrado su objetivo.

Su imagen aparece en libros, afiches y cuanto artículo de consumo hayan pergeñado las estrategias de marketing del mundo entero. El Che está de moda y es posible que muchos lo lleven sobre el corazón sin tener idea de las esperanzas que abrigaba el ícono que decora sus remeras.

Su rostro con barba, boina y estrellita nos interpela con esa energía vital que sigue titilando, a pesar de la muerte, en la otra imagen, aquella en la que yace sobre un catre en la escuelita de La Higuera. Como todo símbolo, el Che se construye sobre múltiples andamiajes y distintos grados de adhesión.

Conocida es su trayectoria como militante revolucionario, su protagonismo en la Revolución Cubana y su decisión de sembrar la semilla libertaria en otros países. Su figura heroica flamea en torno a proyectos políticos progresistas, convirtiéndose en el estandarte de quienes se sienten identificados con sus ideales de justicia. Aunque mucho se conoce de su vida, tal vez no ha sido tan difundida su aspiración a convertirse en escritor, como lo manifiesta en una carta a Ernesto Sabato en 1960, objetivo que después será reemplazado por otros de mayor envergadura. Sin embargo, nunca se apartará de los libros ni dejará de escribir como hombre de letras.

Sus primeras experiencias literarias las inicia a los 17 años, mientras recorre en moto los países latinoamericanos y comienza a redactar su primer Diario. Durante el viaje toma apuntes que transformará después en escritura literaria. Más tarde vendrán los Diarios de Sierra Maestra, del Congo y de Bolivia, textos en los que predomina el rigor informativo, pero en los que se cuelan descripciones, estructuras narrativas, giros y matices de la escritura literaria.

Los libros habían llegado a su vida en los primeros años, cuando el asma le impedía asistir a la escuela y su madre le leía los clásicos. El nexo literario que lo unía a sus padres habría de convertirse en un gesto de complicidad que reaparece en todas sus cartas: “Otra vez siento el costillar de Rocinante y vuelvo a los caminos con mi adarga al brazo”. También en ellas se descubre la decisión de construir su vida como una obra de arte asentada en principios éticos: “Una voluntad que he pulido con la delectación de artistas sostendrá unas piernas flácidas y unos pulmones cansados”.

Los libros serán -junto al respirador que le ayuda a aplacar el asma- sus pertrechos más importantes. Ellos se hacen presentes en los momentos más críticos, como en el desembarco del Granma, cuando el proyecto revolucionario emprendido por Fidel Castro está a punto de ser desbaratado, y a su memoria viene el personaje de Jack London que decide morir dignamente en medio de las nieves de Alaska. Como hombre formado en la llanura pampeana, habituado a la experiencia de confrontar su dimensión humana con las grandes extensiones que lo rodean, el Che compara su propio destino con el del personaje que ha templado su carácter en medio de esas soledades, donde aprendió a vivir y morir con dignidad, como lo hicieron nuestros gauchos.

El Che representa tantas cosas como el imaginario popular puede concebir. Todos hemos construido nuestra propia versión de uno de los personajes más emblemáticos de la historia reciente. Yo quiero conservar la de un ser que preserva su dignidad hasta en los momentos de mayor despojo, cuando ha perdido las pocas cosas que arrastraba por la selva boliviana y sólo se apoya en la determinación de ser consecuente hasta el final. Me refiero al momento en que lo capturan, casi sin ropa, descalzo y con un libro colgando de su cintura.

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